Amor, locura, obsesión, belleza… son algunos de los temas que aparecen en esta obra de Bécquer, publicada en 1863, que se desarrolla en el escenario ficticio de un Toledo destruido. Con la llegada de un joven oficial a la ciudad comienza una breve, pero intensa leyenda, que como toda auténtica obra de arte que se precie va incrementando su ritmo interno hasta llegar a un sorprendente, pero irremediable desenlace.
Escrita en 1863, cuando el movimiento del Realismo comenzaba a estar en auge, “La promesa” es un ejemplo más de esa prosa poética de Bécquer que se resiste a olvidar el Romanticismo y los temas que más atormentaban a los seguidores de este movimiento, como son, entre otros, el amor asociado al sufrimiento y la fascinación por la muerte y lo sobrenatural. Se refleja también, en gran medida, su pasión por la pintura pues las palabras que utiliza en sus descripciones narrativas son como pinceles dibujando sobre un lienzo cada escena que su imaginación creó, encuadrada en la realidad castellana que tanto le atraía. En esta obra nos hace viajar a la época medieval y a los campos de Soria, donde el Conde de Gómara, antes de marchar a la guerra y haciéndose pasar por escudero del conde, hace una promesa de casamiento a su amada Margarita y jura que la cumplirá cuando regrese de combatir a los infieles y haya conseguido un poco de gloria para su oscuro nombre. Pero como reza el estribillo del romance “La mano muerta… Mal haya quien en promesas de hombre fía».
Tenemos el placer de presentarles otra Leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, El Miserere, publicada en 1862.
Ambientada en la abadía Fitero (Navarra), durante la noche de Jueves Santo, el autor nos narra una misteriosa historia sobre creencias y supersticiones de las gentes en el medievo, con un exquisito enfoque romántico y con un lirismo propio de la más refinada poesía.
Cantigas…., mujeres…., glorias…., felicidad…., mentira todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna. Y en la Rima LXIX, La gloria y el amor tras que corremos, sombras de un sueño son que perseguimos, ¡Despertar es morir!
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día…
Tenemos el placer de presentar nuestra adaptación en formato audiolibro con una cuidada ambientación sonora de una de las leyendas más espectaculares de Gustavo Adolfo Bécquer, la leyenda del ciego anciano Maese Pérez, el organista de la iglesia de Santa Inés de Sevilla cuya forma de interpretar en el órgano no es comparable con ningún otro organista de este mundo. Humano y bondadoso ayuda a los más necesitados sabiendo que un día tendrá la ocasión de estar en presencia de Dios. Pero un día todo cambió…
«¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal? … -¿Y el alma del organista?»
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse, al beso del sol, en flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por dónde salir a la luz, de entre las tinieblas en que viven. Pero, ¡ay!, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra, y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos. Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estrofa tejida con frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.
No obstante, necesito descansar; necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas henchidas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que avienta por el aire la muerte antes que su creador haya podido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión pidiéndome, con gestos y contorsiones, que os saque a la vida de la realidad, del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa, vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.
Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.
Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.
En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.
El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro…
Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla en 1838 y falleció en Madrid en 1870.
Sus poesías líricas (Rimas) y sus Leyendas ejercieron gran influencia en España. Alcanzó amplia popularidad y la crítica le reconoce valores superiores a la mayoría de los poetas románticos.
La ajorca de oro cuenta la historia de Pedro Alfonso de Orellana y su amada María Antúnez, la cual, ansiaba poseer la ajorca de oro de la Virgen del Sagrario ubicada en la Catedral de Toledo. Pedroes un joven valiente que haría cualquier cosa por su novia, incluso, lo más insensato: robar esta enigmática joya para satisfacer el capricho de su amada. Algo que, evidentemente, no puede acabar bien…