Archivos para November 30, 1999


Imagen: Agustina de VilleblancheCuentos y fábulas del Marqués de Sade
Agustina de Villeblanche
La estratagema del amor
Voz: Ana Blanco Rozada
Selección Musical: Gelosoft
Duración: 30 minutos
Audiolibro en formato mp3 : 320 Kbps

En esta ocasión queremos sorprenderos con otro cuento del Marqués de Sade: Agustina de Villeblanche o La estratagema del amor; un morboso relato sobre el amor y la sexualidad.

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Agustina de Villeblanche plantea el tema de la homosexualidad de una forma natural, atrevida y espontánea. El filósofo y autor francés nos muestra a través de la joven, bella y rica Agustina, una moral realmente comprometida en la Francia de finales del siglo XVIII; sin embargo, el ingenio del marqués consigue conquistarnos con un relato que rebosa simpatía, amor por la vida y sus pequeños placeres.

Seguro que esta cuidada adaptación sonora interpretada por Ana Blanco será del agrado de todas y todos vosotros.

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 Pintura: La muerte de Jacinto

Literatura francesa

Literatura erótica

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Cuadro : Marqués de Sade (Emilia de Tourville)Emilia de Tourville o La crueldad fraterna
Cuentos y fábulas
Marqués de Sade
Voz y adaptación: Ana Blanco Rozada
Duración: 1 hora
Selección Musical: Gelosoft
FX: Grupo Editorial Audiolibro

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Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814), más conocido como el Marqués de Sade, fue un controvertido escritor francés autor de novelas y relatos eróticos. Sin duda alguna, el Marqués de Sade es uno de los mejores exponentes filosóficos de la libertad extrema al margen de la religión, la moral o la ley. Para muchos, su literatura revolucionaria, hedonista y libertaria comenzó a sembrar el camino del anarquismo.

Ilustración del Marqués de Sade
Emilia de Tourville o La crueldad fraterna es uno de los relatos más interesantes y emotivos del Marqués de Sade. No se trata de un sencillo y divertido cuento con su habitual moraleja, sino de una magnífica y sutilmente hilvanada historia en la que, Emilia, una bella joven de 17 años es seducida por un apuesto y encantador aristócrata. Así comienza una intensa relación amorosa que se verá frustrada cuando Emilia es engañada y obligada, en contra de su voluntad, a formar parte de un burdel. Mancillada y abandonada por su amante, se enfrentará al tremendo e injusto castigo que sus dos hermanos, en defensa de la honra de su familia, le propinarán hasta su extenuación.

Un reflexión sobre la falsa moral e hipocresía de la sociedad de su época magistralmente interpretada por la actriz Ana Blanco.

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Los estafadores

May 25, 2009 — 2 comentarios

estafadoresLos estafadores
Marqués de Sade
Voz: Mercedes Castro
Duración: 16 Minutos
Música: Olga Scotland (cc:by)

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Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como el Marqués de Sade, nació en París en 1740. Fue encarcelado por el régimen napoleónico durante treinta años y se le atribuyen muchas leyendas y escándalos.

Además de sus célebres novelas: Justine, Los 120 días de Sodoma o La Filosofía en el tocador, escribió muchos relatos, cuentos, fábulas e incluso obras de teatro.

Los estafadores es un magistral relato que narra las aventuras y desventuras de una joven provinciana que sucumbirá al ímpetu egoísta que habita en la gran ciudad.

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preceptorEl preceptor filósofo
Cuentos y fábulas
Marqués de Sade
Voz: Carlos Alberto Lara Carranza
Duración: 5 Minutos
Música: MusOpen
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¡Muy atrevido! Disfruta de otros relatos del Marqués de Sade.

Sexo, humor y religión van de la mano en este genial relato.

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La ley del Talión

May 10, 2009 — 1 Comentario

talion1La ley del talión
Marqués de Sade
Voz: Macu Gómez
Duración: 10 Minutos
Música: BrunoXe (cc:by-sa)
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Otros títulos del Marqués de Sade

Un honesto burgués de la Picardía, descendiente tal vez de uno de aquellos ilustres trovadores de las riberas del Oise o del Somme, cuya olvidada existencia acaba de ser rescatada de las tinieblas apenas hace diez o doce años por un gran escritor de este siglo; un burgués bueno y honrado, repito, vivía en la ciudad de San Quintín, tan célebre por los grandes hombres que ha dado a la literatura, y vivían allí honradamente él, su mujer y una prima en tercer grado, religiosa en un convento de la ciudad. La prima en tercer grado era una muchacha morena, de ojos vivaces, nariz respingona y esbelto talle. Fastidiada por tener veintidós años y por ser religiosa desde hacía ya cuatro, la hermana Petronila, pues ese era su nombre, poseía además una bonita voz y mucho más temperamento que religión. En cuanto a Esclaponville, que así se llamaba nuestro burgués, era un joven gordinflón de unos veintiocho años a quien por encima de todo le gustaba su prima y no tanto, ni muchísimo menos, la señora de Esclaponville, pues venía acostándose con ella desde hacía ya diez años y un hábito de diez años resulta verdaderamente funesto para el fuego del himeneo. La señora de Esclaponville -hay que hacer su descripción, pues, ¿qué ocurriría si no cuidásemos las descripciones en un siglo en el que sólo hay demanda de cuadros, en el que incluso una tragedia puede no ser aceptada si los vendedores de telones no ven en ella seis cambios de decorado, por lo menos-; la señora de Esclaponville, repito, era una rubianca algo insípida pero blanca como la nieve, con unos ojos bastante bonitos, algo entrada en carnes y con esos mofletes que se suelen atribuir a una buena vida.

Hasta el momento en que nos hallamos, la señora de Esclaponville ignoraba que pudiera existir una forma de vengarse de un esposo infiel. Prudente como su madre, que había vivido ochenta y tres años con el mismo hombre sin haberle sido infiel jamás, era todavía tan ingenua y tan candorosa que no podía ni siquiera sospechar ese espantoso crimen que los casuistas han denominado adulterio y que los sofisticados, que todo lo suavizan, han calificado simplemente de galantería. Pero una mujer traicionada pronto recibe consejos de venganza de su resentimiento, y como nadie quiere quedarse a la zaga, en seguida que se le presenta la ocasión no hay cosa alguna que la arredre para que nada le puedan reprochar. La señora de Esclaponville se enteró, al fin, de que su querido esposo visitaba con excesiva frecuencia a la prima en tercer grado; el demonio de los celos se apodera de su alma, acecha, se informa y acaba por descubrir que hay muy pocas cosas en San Quintín tan probadas como los amoríos de su esposo y de sor Petronila. Segura de su efecto, la señora de Esclaponville declara finalmente a su marido que la conducta que observa la desgarra el alma; que ella nunca ha merecido un comportamiento semejante, y le ruega que no siga haciendo de las suyas.

-¿De las mías? -le contesta flemáticamente su marido- ¿No sabes, amiga mía, que acostándome con mi prima la religiosa gano mi salvación? Con una intriga tan santa el alma queda limpia; es como identificarse con el Ser supremo; es como si el Espíritu Santo tomara cuerpo dentro de uno mismo. No puede haber ningún pecado, mujer, con personas consagradas a Dios; purifican todo lo que se hace con ellas, y frecuentarlas suele despejar el camino hacia la beatitud celestial.

La señora de Esclaponville; no muy satisfecha del éxito de su amonestación, no despegó los labios, pero jura en su fuero interno que ya sabrá encontrar alguna forma de elocuencia más persuasiva… Lo malo de esto es que las mujeres siempre encuentran lo que buscan: por poco atractivas que sean, no tienen más que invocarlos y los vengadores les llueven por todas partes.

En la ciudad vivía cierto vicario de parroquia al que llamaban el padre Bosquet, un buen mozo de unos treinta años que andaba detrás de todas las mujeres y que estaba haciendo un bosque con las frentes de todos los maridos de San Quintín. La señora de Esclaponville corrió al vicario; como es inevitable, el vicario conoció a su vez a la señora de Esclaponville y los dos llegaron a conocerse tan a fondo que ambos hubieran podido pintar un retrato de cuerpo entero del otro sin temor a la más pequeña equivocación. Al cabo de un mes todos acudieron a felicitar al bueno de Esclaponville, que se jactaba de ser el único que había escapado a las temibles galanterías del vicario y de poseer la única frente aún no mancillada por aquel granuja.

-Eso no puede ser -contesta Esclaponville a quienes se lo contaban-, mi mujer es tan virtuosa como una Lucrecia, no lo creería aunque me lo repitieran mil veces.

-Entonces, ven -le dice uno de los amigos-, ven y haré que te convenzas con tus propios ojos y luego ya veremos si sigues dudándolo.

Esclaponville se deja llevar y su amigo le conduce a un paraje solitario, a una media legua de la ciudad, donde el Somme, encajonado entre dos arboledas frescas y cubiertas de flores, invita a los habitantes de la ciudad a un delicioso baile; pero como la cita era a una hora en la que por lo general nadie se está bañando todavía, nuestro infortunado esposo apura el amargo trago de ver cómo aparece primero su virtuosa mujer y acto seguido su rival sin que nadie venga a estorbarles.

-¿Y qué? -le pregunta su amigo a Esclaponville-, ¿ya te empieza a picar la frente?

-Todavía no -contesta el burgués rascándosela, no obstante, sin darse cuenta-, a lo mejor viene aquí a confesarse.

-Entonces esperemos al desenlace -responde su amigo.

No tuvieron que esperar demasiado. Nada más llegar a la deliciosa sombra del oloroso seto, el padre Bosquet se despoja de todo cuanto pudiera constituir un estorbo para los amorosos abrazos que maquina y pone manos a la obra santamente para elevar, quizá ya por trigésima vez, al bueno y honrado de Esclaponville a la altura de los restantes maridos de la ciudad.

-Y bien, ¿ahora lo crees? -le pregunta el amigo.

-Volvamos -responde agriamente Esclaponville- porque a fuerza de creerlo podría muy bien matar a ese maldito cura y me harían pagarlo más caro de lo que vale; volvamos, amigo mío, y guardadme el secreto, os lo ruego.

Sumido en la mayor turbación, Esclaponville regresa a su casa y su beatífica esposa aparece poco después para comer en su casta compañía.

-¡Un momento! -exclama el burgués, furioso-. Mujer, siendo aún un niño juré a mi padre que nunca me sentaría a la mesa con prostitutas.

-¿Con prostitutas? -le contesta beatíficamente la señora de Esclaponville-. Amigo mío, vuestras palabras me asombran, ¿es que tenéis acaso algo que reprocharme?

-¡Pero cómo, carroña! ¿Que si tengo algo que reprocharos? ¿Qué es lo que habéis ido a hacer esta tarde a los baños con nuestro vicario?

-¡Oh, Dios mío! -responde la dulce esposa-. ¿Sólo es eso? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

-¡Cómo, diablos, que si es eso todo…!

-Pero, amigo mío, yo he seguido vuestros consejos. ¿No me dijisteis que no había nada de malo en acostarse con gente de la Iglesia, que el alma se purificaba con una intriga tan santa, que era como identificarse con el Ser supremo, hacer que el Espíritu Santo entrara dentro de uno y abrirse; en una palabra, el camino de la beatitud celestial…? Pues bien, hijo mío, yo no he hecho más que lo que me indicasteis, por lo que soy una santa y no una ramera. ¡Ah!, y os añado que si alguna de esas almas elegidas de Dios tiene medios para abrir, como vos decíais, el camino de la beatitud celestial, tiene que ser, sin duda, la del señor vicario, pues yo no había visto nunca una llave tan grande.

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obispoCuentos y fábulas
Un obispo en el atolladero
Marqués de Sade
Voz: Carlos Alberto Lara Carranza
Duración: 3 Minutos
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Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.

A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las “b” y a las “f” pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.

-Monseñor -exclamó al fin el cochero, a punto de estallar-, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.

-¿Y por qué no? -contestó el obispo.

-Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite.

-Bueno, bueno -contestó el obispo, zalamero, santiguándose-, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible.

El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo… y llegan sin novedad.

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Blue Sky DayQue me engañen siempre así
Cuentos y fábulas
Marqués de Sade
Voz: Carlos Alberto Lara Carranza
Duración: 3 Minutos
Música: Classiccat
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Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de…, cuyo nombre, teniendo en cuenta su to­davía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que ca­lle. Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesi­tan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las deli­cias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de Su Ilustrísima poco más o menos tan vir­gen como llegó a ellas, y puede ser revendida otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que se conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocu­rrió hacer vestir de niña a un guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusie­ron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesa­rios para convencer al santo hombre de Dios. No le pu­dieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquí­simo a la alcahueta… «En su vida ha puesto la mano en ese sitio -comentaba ésta a la compañera que la ayu­daba en la superchería-; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer…»
Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; comparece la víctima, el gran sa­cerdote la inmola, pero a la tercera sacudida:
-¡Per Dio santo! -exclama el hombre de Dios-. ¡Sono ingannato, quésto bambino è ragazzo, mai non fu putana!
Y lo comprueba… No viendo nada, sin embargo, ex­cesivamente enojoso en esta aventura para un habitante de la ciudad santa, Su Eminencia sigue su camino diciendo tal vez como aquel campesino al que le sirvieron trufas en lugar de patatas: «¡Qué me engañen siempre así!» Pero cuando la operación ha terminado:
-Señora -dice a la dueña-, no os culpo por vues­tro error.
-Perdonad, monseñor.
-No, no, os repito, no os culpo por ello, pero si esto os vuelve a suceder no dejéis de advertírmelo, porque… lo que no vea al principio lo descubriré más adelante.

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castanoCuentos y fábulas
La flor del castaño
Marqués de Sade
Voz: Carlos Alberto Lara Carranza
Duración: 3 Minutos
Música: Classiccat
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Se supone, yo no lo afirmaria, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

-¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor- dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía-. ¿Lo oléis, mamá … ? Es un olor que conozco.

-Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

-¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

-Pero, señorita…

-Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

-Señorita -responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz-, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

-¿Que la flor del castaño … ?

-Pues bien, señorita, que huele como cuando se eyacula.

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